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| (Leila Guerriero) |
Hace poco, después de una seguidilla de días preciosos, me dijo: “Necesito que llueva. Los días lindos son tan exigentes”. No hay palabra más exacta: exigentes. Esos días parecen recordarnos que es imposible que se repitan translúcidos, coralinos, uno tras otro y al infinito. Parecen recordarnos que en algún momento vendrán un frente frío, un frente cálido, lluvias, vientos del Norte o del Sur. Quizás es que en la belleza extrema anida el recordatorio de la corrupción. Cuando los días son así, lisos, exuberantes, surge la necesidad, la exigencia de “aprovecharlos”.
De salir al día como si fuera un palacio abierto sólo en momentos excepcionales, como esos edificios magníficos que se abren una vez cada cuatro años y exhiben sus maravillas durante algunas horas para cerrarse otra vez y permanecer ausentes cuatro años más. Hay unos versos de Mary Oliver que dicen: “No me quiero perder un solo hilo / del suntuoso brocado de esta felicidad. / Quiero acordarme de todo". Pero nadie puede acordarse de todo.
Habitar lo excepcional requiere de resignación: hay que entender que eso sólo permanecerá vivo en la memoria hasta el próximo encuentro, que no está garantizado. Supongo que es, en parte, lo que nos hace ir hacia adelante: la ilusión de encontrar otro día excepcional en el futuro y tener el coraje de saber perderlo decorosamente después de haberlo vivido.

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