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(George Orwell) |
Atravesando líneas divisorias y grados de pobreza, Orwell aprende la importancia vital de la apariencia.
Como miembro de la clase alta británica debió de tomar la ropa, ante todo, por señal exterior de pertenencia a una clase u otra. Por una mera convención social. Ahora lo entiende de otro modo. Ha aprendido lo que los buenos actores y los espías han sabido siempre: que el hábito hace al monje. Somos nuestro disfraz. Los demás casi siempre ven la máscara, nunca la persona; en efecto, la persona es la máscara (persona en latín). Cuando se pone la ropa de vagabundo, la primera reacción de Orwell es aferrarse a su antiguo yo. “Vestido como iba, medio temía que la policía me detuviese por vagabundo y no me atrevía a hablar con nadie, pues imaginaba que se advertiría la discrepancia entre mi acento y mis ropas”.
Esta suposición solo revela que Orwell estaba aún poco adiestrado en las costumbres del mundo: en su ingenuidad, suponía que era diferente de lo que su indumentaria daba a entender. En otras palabras, que tenía una personalidad más profunda y esencial y que, al hablar con él, la gente repararía en esa personalidad y por lo tanto detectaría al auténtico Eric Blair oculto tras el sujeto de aspecto indigente. “Más tarde me di cuenta de que eso no ocurría nunca”, escribe. En sociedad nunca somos lo que creemos que somos, sino lo que los demás entienden que somos. Un hombre de posibles con ropas de vagabundo es un vagabundo. Si nos ponemos ropa de vagabundo, somos vagabundos, de todas todas. “Las ropas son poderosas”, concluye Orwell. “Vestidos de vagabundo es muy difícil [...] no sentir que estamos realmente degradados”.
Una vez que ha recibido el bautismo de vagabundo puede empezar en serio su exploración sociológico-literaria. Los descubrimientos que hace no dejan de sorprenderlo; ahora se le revela toda una dimensión nueva de su existencia social. “Mi nueva indumentaria me introdujo al instante en un mundo nuevo. La conducta de todos pareció cambiar de repente”, advierte. “Ayudé a un vendedor a levantar una carretilla con la que tenía problemas. “Gracias, colega”, dijo con una sonrisa. Nadie me había llamado colega en toda mi vida: fue por la ropa”. Siempre la ropa. El vendedor no hablaba con Orwell, sino con la ropa que llevaba.
No todos sus descubrimientos fueron tan simpáticos. Orwell se da cuenta, no sin un sobresalto, “de que la actitud de las mujeres varía según la indumentaria del hombre. Cuando un hombre mal vestido se cruza con ellas, estas se apartan de él con un sincero movimiento de asco, como si fuera un gato muerto”. No debería haberse sorprendido: era en efecto un gato muerto.
La imagen del perdedor es tan repulsiva como la de un cadáver maloliente. El asco es tan imperioso que puede socavar incluso los modales más refinados. Pues esa imagen nos obliga de súbito, contra nuestras mejores intenciones, a ver a través de toda la mascarada y a enfrentarnos al silencio mortal que acecha tras el ruido agradable que por lo general hay en nuestras interacciones sociales. La imagen del perdedor es inquietante porque nos recuerda lo peor que puede ocurrirnos: la degradación, la decadencia, la indigencia. Sabemos de manera instintiva, si no consciente, que estas cosas siempre son posibles porque el orden social siempre es precario. El abismo puede atraparnos en cualquier momento desde el otro lado. Los perdedores deben existir, desde luego, necesitamos que estén ahí, pero no demasiado cerca para sentirnos cómodos.
(Costica Bradatan) (Drăgoiești, Rumanía, 1971) es filósofo. Este texto es un adelanto editorial de su libro Elogio del fracaso, de la editorial Anagrama, que se publica este 21 de mayo. La traducción es de Antonio-Prometeo Moya.
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