29 septiembre 2025

Nunca somos lo que creemos que somos, sino lo que los demás entienden que somos.

(George Orwell)



 El vagabundeo pone a George] Orwell en condiciones de mirarlo todo –a otros seres humanos y a la sociedad en general, sus jerarquías, sus valores, sus rituales, sus tabúes– con ojos nuevos. Como había vivido en Asia varios años y cruzado muchas fronteras culturales, ya tenía una concepción de la sociedad relativamente amplia. Sus experiencias de vagabundo, sin embargo, le dieron acceso a estratos y grupos sociales a los que no habría llegado de otro modo. Y gracias a eso obtuvo un gran conocimiento. La idea, por ejemplo, de que las distinciones sociales carecen de solidez. Entiende que, entre los vagabundos, en última instancia, al margen de cuál sea su riqueza, las personas son básicamente iguales. La idea de que hay “una diferencia misteriosa y fundamental entre pobres y ricos” es una afirmación coja, una “superstición”. Orwell descubre que en la realidad “no hay tal diferencia”. Las distinciones sociales, aunque parecen insalvables, son una ilusión óptica. Lo que produce esta ilusión puede ser la cosa más sencilla del mundo. La ropa, por ejemplo.


Atravesando líneas divisorias y grados de pobreza, Orwell aprende la importancia vital de la apariencia. 
Como miembro de la clase alta británica debió de tomar la ropa, ante todo, por señal exterior de pertenencia a una clase u otra. Por una mera convención social. Ahora lo entiende de otro modo. Ha aprendido lo que los buenos actores y los espías han sabido siempre: que el hábito hace al monje. Somos nuestro disfraz. Los demás casi siempre ven la máscara, nunca la persona; en efecto, la persona es la máscara (persona en latín). Cuando se pone la ropa de vagabundo, la primera reacción de Orwell es aferrarse a su antiguo yo. “Vestido como iba, medio temía que la policía me detuviese por vagabundo y no me atrevía a hablar con nadie, pues imaginaba que se advertiría la discrepancia entre mi acento y mis ropas”.

Esta suposición solo revela que Orwell estaba aún poco adiestrado en las costumbres del mundo: en su ingenuidad, suponía que era diferente de lo que su indumentaria daba a entender. En otras palabras, que tenía una personalidad más profunda y esencial y que, al hablar con él, la gente repararía en esa personalidad y por lo tanto detectaría al auténtico Eric Blair oculto tras el sujeto de aspecto indigente. “Más tarde me di cuenta de que eso no ocurría nunca”, escribe. En sociedad nunca somos lo que creemos que somos, sino lo que los demás entienden que somos. Un hombre de posibles con ropas de vagabundo es un vagabundo. Si nos ponemos ropa de vagabundo, somos vagabundos, de todas todas. “Las ropas son poderosas”, concluye Orwell. “Vestidos de vagabundo es muy difícil [...] no sentir que estamos realmente degradados”.

Una vez que ha recibido el bautismo de vagabundo puede empezar en serio su exploración sociológico-literaria. Los descubrimientos que hace no dejan de sorprenderlo; ahora se le revela toda una dimensión nueva de su existencia social. “Mi nueva indumentaria me introdujo al instante en un mundo nuevo. La conducta de todos pareció cambiar de repente”, advierte. “Ayudé a un vendedor a levantar una carretilla con la que tenía problemas. “Gracias, colega”, dijo con una sonrisa. Nadie me había llamado colega en toda mi vida: fue por la ropa”. Siempre la ropa. El vendedor no hablaba con Orwell, sino con la ropa que llevaba.

No todos sus descubrimientos fueron tan simpáticos. Orwell se da cuenta, no sin un sobresalto, “de que la actitud de las mujeres varía según la indumentaria del hombre. Cuando un hombre mal vestido se cruza con ellas, estas se apartan de él con un sincero movimiento de asco, como si fuera un gato muerto”. No debería haberse sorprendido: era en efecto un gato muerto.

La imagen del perdedor es tan repulsiva como la de un cadáver maloliente. El asco es tan imperioso que puede socavar incluso los modales más refinados. Pues esa imagen nos obliga de súbito, contra nuestras mejores intenciones, a ver a través de toda la mascarada y a enfrentarnos al silencio mortal que acecha tras el ruido agradable que por lo general hay en nuestras interacciones sociales. La imagen del perdedor es inquietante porque nos recuerda lo peor que puede ocurrirnos: la degradación, la decadencia, la indigencia. Sabemos de manera instintiva, si no consciente, que estas cosas siempre son posibles porque el orden social siempre es precario. El abismo puede atraparnos en cualquier momento desde el otro lado. Los perdedores deben existir, desde luego, necesitamos que estén ahí, pero no demasiado cerca para sentirnos cómodos.

(Costica Bradatan) (Drăgoiești, Rumanía, 1971) es filósofo. Este texto es un adelanto editorial de su libro Elogio del fracaso, de la editorial Anagrama, que se publica este 21 de mayo. La traducción es de Antonio-Prometeo Moya. 

28 septiembre 2025

Al bajar del escenario soy una pobre mujer, sola, triste y perdida.

 

(Angelica Liddell)

P: En ‘Del inconveniente de haber nacido’, Cioran dice: “No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento. Nos debatimos como sobrevivientes que tratan de olvidarla. El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento”. ¿Es su caso?

La muerte no es la tragedia, la tragedia es el nacimiento. El miedo es preexistente al hombre. Reconocemos el sentimiento del miedo automáticamente. Eso significa que primero fue el miedo, y después fue el hombre. Tal vez Dios es solamente una gran cantidad de miedo. Por otra parte palpita la gran paradoja del suicidio, tener ganas de morir, sentir ese hastío y ese espanto no significa que desaparezca el miedo a morir.

P: El año pasado nos sirvió su funeral y ahora el de Bergman. ¿Qué le une a él?

Bergman me ha salvado la vida numerosas veces con su pornografía del alma, me ha permitido identificar la podredumbre humana, la vergüenza, la culpa y el horror que nos fundan. Bergman para mi es como una Biblia, recurro a él constantemente. Cuando me bloqueo artísticamente veo el principio de Persona. ¿Qué se puede decir de la Biblia Bergman? Es una de las personalidades más importantes de todos los tiempos, ha definido lo humano con una crueldad y una belleza imbatibles. Pero lo que más me une a Bergman es la ausencia de distancia entre vida y obra. Ambos ponemos a trabajar a nuestros demonios tirando del carro de combate.

P: ¿Qué le ha dado el teatro en su vida?

No es exactamente el teatro lo importante sino el trabajo. Tener la capacidad y la fortuna de trabajar desde la mañana a la noche. El trabajo me ha dado el grado de extenuación necesaria para no morir. Trabajo para no morir. El cuerpo son todas las cosas que hacemos para no morir. Trabajo, luego no muero. Ese es el silogismo. No sé vivir sin trabajar. El descanso me estresa. No sé cómo descansar. Por ejemplo, leer es trabajar, pasear es trabajar, ver películas es trabajar, todo acaba en la carnicería del trabajo, todo está confiado a la escritura, a la poesía, al trabajo, en suma, al fuego.

P: Existen una Angélica Liddell diferente a la que sube al escenario y nos relata parte de su vida?¿Vive para hacer teatro?

Es imposible que haya dos Angélicas. Mi cuerpo y mi mente no se pueden desdoblar. El escenario te obliga a una transfiguración, lógicamente, el perímetro ritual y la presencia del público me transforman en objeto estético, mi cuerpo y mi espíritu participan de una creación, de un proceso de trabajo que concluye en el rito, el fuego interior cobra forma estéticamente, y los demonios salen convertidos en llamas a través de la herida. Cuando me bajo del escenario soy una pobre mujer, sola, triste y perdida, que no quiere ver a nadie, que se compra un par de Donuts en la gasolinera de la esquina y se va a casa a ver películas de terror para espantar de nuevo a los demonios. Pero soy la misma persona.

P: En el 2014 dijo que no volvería a España. ¿Se ha reconciliado con ella?

En absoluto, va a peor. Voy con ­DÄMON a Madrid por obligaciones contraídas con la red europea de Próspero. Nada más. El desprecio de las instituciones, la falta de atención, la falta de verdadero apoyo, y sobre todo la falta de respeto, la infinita falta de respeto de personas que ni siquiera contestan al teléfono. A mis sesenta años no tengo sede en mi país, no tengo residencia donde trabajar, nos tratan con un desprecio y una ruindad bárbaras. No nos tragan, y yo tampoco los trago a ellos. España es una enfermedad mental, como decía Panero. Es esa “España para los españoles” que me repugna, solo hay que ver la foto de los nuevos íncubos que dirigen las estructuras. Si no cambian las cosas, voy a tardar mucho tiempo en volver a Madrid, porque entre los unos y los otros, entre “la familia unida jamás será vencida” y los “resident evils remake”, Madrid apesta.

(Entrevista a Angelica Liddell)

21 septiembre 2025

Hemos domiciliado la velocidad


(Francisco Jarauta)

P. En Poéticas…, e imagino que aún más en su próximo monográfico, defiende la especial vigencia de Nietzsche, así se hayan ido por el sumidero los posmodernismos, pensamientos débiles y otras corrientes hedonistas fin de siècle, y de ciclo, que tanto lo invocaban.

R. ....... Ya no se podía mantener más una teoría feliz generalizada, como se pretendió entonces. La mirada de Nietzsche se nos vuelve hoy más severa, cuando se multiplican la provisionalidad de los lenguajes y las estructuras en fuga. Por supuesto, la risa de Zaratustra nos salva de la melancolía por la nostalgia de la totalidad perdida. Pero hoy prevalece el Nietzsche que nos recuerda que “nuestro futuro es el reino mineral”. O el que, como médico de cabecera, nos anuncia: “He venido a curaros de la pesadilla de la eternidad”.


P. ¿Será que el simulacro de entonces se ha descompuesto en simulaciones líquidas, casi inapelables? Usted se hace eco, por cierto, del giro de Zygmunt Baumann en sus últimos ensayos, en que detecta nuestra condición actual de “espectadores globales”, sometidos a una nueva “ansiedad”; ese terrible símil de estar postrados en un andén viendo pasar trenes de alta velocidad sin poder subirse a ninguno…

R. Fíjate que, en esa lúcida imagen, Baumann incorpora la “alta velocidad”. Me remito a la advertencia de Paul Virilio: que el cambio de paradigma de nuestro tiempo es haber “domiciliado la velocidad”. Antes, en paralelo, por ejemplo, a esa cultura del simulacro, acuñada por Jean Baudrillard, se destacaba lo efímero. Pero ahora ese concepto se nos ha quedado corto, pues lo efímero se transforma en algo permanente, y, su tempo, es cada vez más y más breve. Así pues, estamos condenados a ser observadores de un mundo que cambia a una velocidad permanente. Y la distancia con nuestra mirada no para de crecer, pues mientras todo sigue cambiando a velocidad de vértigo, nosotros debemos permanecer aferrados a una cierta identidad. Obviamente, esto genera la “anxiety”, y, al no poder digerirla, caemos en la perplejidad. Creo que ese es el síndrome más destacado hoy día: Vivimos en un bucle entre la ansiedad y la perplejidad.


P. ¡Uf! Suena a no poder bañarse ni siquiera una vez en el río de Heráclito; o, al menos, no poder cruzar hasta la otra orilla ya en el primer baño. Peor aún que el “presente inmemorial”, de J-F. Lyotard, ¿cómo articular ningún futuro desde esa actualidad tan ciclotímica y veloz?

R. Es que nunca antes el presente estuvo tan desconectado del futuro. Antaño, el futuro daba más garantías de continuidad: era más pacífico y previsible; pero hoy la pregunta por el futuro es angustiante.

P. ¿Y cómo afecta a cualquier voluntad de trascendencia en la literatura y el arte? La crítica de arte Estrella de Diego afirma que ya nadie quiere ser inmortal, sino que nos basta con ser “inmoribles” …

R. El arte sigue cumpliendo su función de iluminación y protección frente al caos. Con más radicalidad que cuando lo advirtiera Walter Benjamin, es obvio que ha perdido cualquier aura de trascendencia, y ya nadie puede pedirle, a una obra, más que su rentabilidad inmediata. Ya no tiene el efecto terapéutico asociado a un modelo de belleza universal. Hoy, la belleza está mucho más disgregada, es más subjetiva, y se puede encontrar en cualquier parte… en un golpe de viento que te ha despeinado, o, ¿qué sé yo?, una miga de pan perdida en una mesa abandonada… Cada cual tiene sus episodios de belleza instantánea.


P. Entonces, cualquier propuesta artística o entrega literaria, como se dice significativamente, ¿está destinada a ser cada vez más efímera, marginal e invisible para el conjunto de la sociedad?

R. En una sociedad tan atomizada en individuos y en colectivos muy heterogéneos, sería quimérico pretender la visibilidad generalizada que se buscaba antaño. A más rigurosa y ambiciosa sea una obra artística o literaria, resultará más marginal, pero obligará mucho más a pensar, y pensar es una forma de resistencia. No es inútil escribir o pintar en las fronteras, o en las arenas del desierto, como nos enseña Edmond Jabès [Jarauta ha sido el introductor en España del autor de El libro de las preguntas]. No son malos tiempos para comprender que existe un silencio que nace de la experiencia interior, muy fértil para la creación o para contemplar la vida.


P. En su libro, enaltece el fragmento como la expresión más adecuada. ¿No es un dictado del espacio que conceden las redes sociales? ¿No se corre el riesgo de perpetuar la cultura del picoteo; y de vulnerar la advertencia de Wittgenstein: que “la guinda puede ser lo mejor de un pastel, pero un saco de guindas no es mejor que un pastel”?

R. Defiendo el fragmento que se piensa, como antídoto contra su banalización; el fragmento como centro del ensayo, que debe permear cualquier otro género literario. Frente a las tesis del clasicismo sobre la unidad de la cultura, y de la civilización, lo que nos queda a nosotros es el fragmento, que se multiplica. El ensayo fragmentario, frente a la falacia de los sueños sistemáticos, como pretende el discurso académico. Ya no podemos averiguar nada, sino por aproximación, de manera errante; no por explicaciones, sino en alusiones infinitas, como visionaron desde Nietzsche a Robert Musil. Es un revulsivo contra toda positivización de los lenguajes artísticos, cuando lo más importante es que muestren su tensión, su versión del naufragio de cualquier discurso totalizador.


P. Habla también de la vejez, y hasta de la enfermedad, como un cierto espacio de redención, cuando “se calman los fantasmas” y aparece “una libertad soberana”, mucho más interiorizada…

R. La libertad siempre ha sido parte de mi forma de vivir y pensar; siempre la he sentido, desde un cierto anarquismo silencioso, como algo innegociable. Y, en efecto, la vejez reconfirma esa actitud con creces. Claro, no otorga nada si no se ha tenido esa predisposición. El último Gilles Deleuze, ya muy enfermo, dejó escrito en un folio, al que tuve acceso, a través de mi amigo Lyotard, algo que me marcó: “Solamente la muerte nos da el derecho de pensar y decir ciertas cosas”. Yo siento esa libertad.


P. Se lo iba a preguntar desde el principio, pero, sabiendo que somos náufragos fragmentarios, ansiosos y perplejos, y la mayoría, para olvidarlo, con los cascos puestos, es más pertinente hacerlo ahora, ¿Para qué sirve hoy la filosofía?

R. Para poder recomponer las preguntas. Hoy hay un exceso de exclamaciones y un temor defensivo a hacerse demasiadas preguntas. Lo dijo Agustín de Hipona, y lo adopta María Zambrano: “¿Quiénes somos nosotros?: Nosotros somos los que nos hacemos preguntas”. Tenemos sed de respuestas, y, a sabiendas de que no terminaremos de saciarla, cada nuevo tiempo exige reformular los interrogantes, y ese es el cometido tutelar de la Filosofía. En las estepas asiáticas, nació un radical etimológico, el término eth, que significa, a la vez, “humano” y “sediento”. Somos humanos porque tenemos sed de respuestas y una insaciable curiosidad. Es una de las advertencias más radicales que nos hace Robert Musil en El hombre sin atributos: “Cuando ya no tenemos preguntas, nos volvemos póstumos en vida”.

(Entrevista a Francisco Jarauta)

13 septiembre 2025

El diario y la falta de argumento


Creo que al final solo se trata de encontrar la propia voz. Escribir lento o no escribir porque a lo mejor no hay nada que decir. Llegar a visualizar la posición en que uno esta y transmitirlo.
Sigo sin decir nada, al final la dificultad de escribir es la falta de argumentos.

"Los diarios son un género literario que te libera de la esclavitud del argumento, entre otras cosas. Miles de escritores no han podido completar un libro porque no han encontrado los elementos con los que hacer que la obra pase de diez páginas. Yo calculo que he dejado de escribir treinta o cuarenta novelas porque no tenía el argumento necesario. En cierto sentido, puedo decir que soy autor de muchas novelas que no he escrito todavía, algunas de ellas buenísimas. No sé en qué sitio me deja eso dentro del panorama narrativo. Supongo que en algún lugar intrascendente, encerrado en uno de esos cajones de armario falsos, decorativos, en los que la humedad te carcome en silencio, y cuando mueres ni siquiera dejas un cadáver. Lo que si sé es que el argumento, en especial su ausencia, me ha hecho mucho daño. Y también me ha proporcionado gran felicidad.

Millones de lectores se arrojan a un libro buscando exclusivamente un argumento, que tenga aspecto de edificio, o castillo, con habitaciones y pasadizos. Los hechos encadenados los mecen, proporcionándoles un placer semejante al de un chapuzón en la piscina. Tal vez el agua esté caliente, por efecto del verano, e incluso del pis, pero caer en ella, como en una especie de infancia feliz, es cuanto les piden a un libro. El infierno tan temido de estos lectores es precipitarse a un libro sin argumento. Sienten que se le rompen los huesos en el golpe contra el lenguaje puro y duro, que para ellos equivale a una piscina vacía. Es una pena. En ocasiones el argumento ni siquiera es lo que un autor cuenta en sus libros. El qué ocurre dentro de una novela, pongamos, no siempre es la sucesión de acontecimientos en los que nadas. Infinidad de veces, cuando un escritor se pone a escribir una historia, está hablando de otras cosas muy diferentes y no lo advierte. Resulta común que tú, como autor, ignores qué escribiste realmente, hasta que viene un tercero y te lo aclara: «Tú escribiste de esto, esto y esto, aunque no lo sepas, imbécil». Y en efecto, así es. ¿Cómo pudiste no darte cuenta? (Juan Tallon)

Este Tallon me ha devuelto cierta posición al intentar escribir, me gusta su desenfado. Me quedo tranquilo por no escribir. Nunca he tenido argumentos. En esta vida sin aventuras la repeticion no es argumento. No controlo el tiempo, ni la comprension de lo que me sucede, solo el asombro de lo imprevisto. Los argumentos me asaltan pero al intentar atraparlos se escabullen. Quizas la memoria no sea secuencial..........siempre elucubrando.

11 septiembre 2025

Tata para todo

(Veronica Oliveira)



P. ¿Qué pasaría si mañana las empleadas del hogar no van a casa de nadie?

R. Uy, la gente no sabe ni dónde tiene las cosas. Suelo decir que la clase media brasileña necesita tata para todo. Necesitan tata al nacer, cuando son niños, cuando son adultos. Es una parte de la población muy acostumbrada a ser servida y mimada. Pero eso no les basta. Quieren que la persona que vaya a limpiar también escuche. Es más que una relación de trabajo, es casi como de la familia pero para el bien de la familia, no de ella.

P. Es muy habitual oír que es de la familia. ¿En qué no lo es?

R. ¡Ella no puede comer! O a veces puede comer lo que sobró u otra comida distinta. Suelo bromear que es parte de la familia, pero por debajo del perro.


P. En Brasil suele ser un empleo de mujeres pobres y negras. Y un trabajo muy subestimado en todo el mundo.

R. Durante la pandemia salieron muchos reportajes de gente diciendo ‘nunca lavé los platos, no sabía el tiempo que lleva limpiar, el esfuerzo que supone’… Hay productos, como aspiradoras o fregonas, que antes no compraban porque no los consideraban necesarios. Porque no limpiaban ellas. No querían gastar dinero en eso. Lo consideraban pretencioso
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09 septiembre 2025

El lujo empieza donde la necesidad termina


"Es como un edificio bonito, da igual en qué época fue levantado o lo antiguo que sea, siempre será impresionante, pero tienes que restaurarlo para seguir viviendo en él. Con la joyería y la relojería sucede lo mismo. Es como el Alcázar de Sevilla, es precioso tal y como es, no hay nada que cambiar: solo hay que disfrutarlo."

¿Qué significa el lujo hoy en día? ¿Qué significa el lujo para Cartier?

"El lujo no es necesariamente algo caro, es una combinación de arte y estilo. Es lo que llamamos necesidad superflua, porque el lujo empieza donde la necesidad termina. Hay una pregunta sobre las pautas de consumo que siempre está encima de la mesa: ¿por qué no dejamos de comprar lo que no necesitamos? El problema es que las cosas útiles casi nunca nos hacen felices. Y la compra que debemos reducir es precisamente la de esas cosas. Debemos consumir menos ropa, menos comida si luego la desechamos, menos energía, pero no menos arte. El arte no contamina. El amor, las relaciones, los atardeceres, los deportes…, esas cosas no son útiles. Útil es un cepillo de dientes, pero no me hace feliz. El champán me hace feliz. El agua solo aplaca mi sed. Y por eso el lujo al final es necesario. Es una necesidad superflua. Así que yo creo que la pregunta más pertinente sobre nuestros hábitos de consumo no tiene que ver con la opulencia, sino con la gratificación instantánea."

"El lujo no consiste en que tengas mucho dinero, te vayas de fin de semana con tus amigos, te compres algo y al día siguiente lo olvides. La gratificación instantánea es el verdadero problema. El verdadero lujo no lo es. Es lo que permanecerá cuando dejemos de consumir el resto de cosas. Cuando deseas algo durante mucho tiempo, trabajas para conseguirlo y obtienes esa recompensa, eso dice mucho de ti mismo. Da igual si eso que has logrado es para ti o un regalo para alguien que amas, como la historia del chico que llevaba el reloj de su padre. Eso es el lujo."

(Entrevista a Cyrille Vigneron)

06 septiembre 2025

La avidez por vivir en lugar de realmente vivir

 

(Pablo D'Ors)

El tema de la falta de tiempo es un espejismo. Realmente lo que hay es tiempo. Otra cosa diferente es cómo lo utilizamos. Si de verdad quieres saber en qué cree alguien y dónde tiene su corazón, mira su calendario y su horario.

Veinticuatro horas siete días a la semana dan para bastante, en efecto…

Sí, pero el asunto es que estamos en una cultura del afán de rendimiento. Eso significa que valoramos las cosas no por lo que son, sino por lo que producen. De hecho, siempre preguntamos: “¿Eso para qué sirve?”. Algo vale hoy si produce. Esto nos hace vivir con una tensión innecesaria, convencidos de que el tiempo hay que aprovecharlo. Pero no es que haya que aprovecharlo, sino vivirlo, que no es lo mismo. Ese afán de exprimir es lo que nos mata y lo que mete importantes dosis de infelicidad en nuestras vidas. No se trata de vivir en el vacío absoluto, claro; pero sí de conceder pequeños espacios al vacío. ¿Para qué? Para aprender que ser no se identifica con hacer. Hemos hecho un mito del pensamiento y de la acción, pero el ser humano no se reduce a pensar y hacer, hay otra cosa que se llama, en lugar de pensamiento, contemplación, y en lugar de acción, pasión. Pasión en el doble sentido de pasividad y de padecimiento. Las cosas tienen que tocarnos. Y si nos tocan, algunas nos hacen daño.

Al hablar de pasividad, entiendo que habla usted de escuchar al otro, de esa noción de la atención de la que escribió y habló Simone Weil Pero no corren buenos tiempos para eso.

Yo defino escuchar como recibir lo que el otro te dice sin cargarlo ni intelectual ni emocionalmente. En la medida en que tú añades tu propio pensamiento o tu propia emoción a lo que te están diciendo, ya no escuchas de verdad. Por eso, muchas de nuestras conversaciones son simplemente reactivas. Y es lo que pasa en nuestra sociedad de la extraversión, del siempre hacia fuera: que si te quedas callado y escuchando, te dicen: “¿Pero qué te pasa?”.

¿No habría que primar en la educación de niños y adolescentes la capacidad de hablar en público y, a la vez, de saber escuchar?

Bueno, la meditacion es eso: una escuela de escucha de uno mismo. Escucharse a uno mismo es lo que posibilita poder escuchar a otros, por la sencilla razón de que nadie puede dar lo que no tiene. En la medida en que la sociedad ha crecido en estímulos, y sobre todo en la inmediatez de esos estímulos, vamos necesitando cada vez más educación en la atención. Hoy, la amenaza que supone la dispersión es mucho mayor que hace años. ¿Qué es la dispersión? Estar en todas partes y, en realidad, en ninguna. ¿Y qué es meditar? Aprender a estar en un sitio.

Hay gente que, si está aquí, quiere estar allí y, si está allí, quiere estar aquí. Es terrible esa desazón, para ellos y para su entorno.

La fascinación por el turismo funciona de este modo. Es un poco como un check list: esto ya lo he hecho, ahí ya he estado… Es la avidez por vivir, en lugar de realmente vivir.

Al final es un problema de espacio, ¿no? En una caja entra hasta aquí y ya no cabe más. Y cuando ya no cabe más empezamos a fingir. ¿Está de acuerdo?

Sí lo estoy. Estamos sobre estimulados. Y cuando no lo estamos, ya nos preocupamos nosotros de buscar recursos para evitar el vacío. ¿Por qué el vacío asusta? Porque te recuerda lo que eres. El vacío exterior —una tarde de domingo libre, por ejemplo— es un espejo del vacío interior. Y eso nos da vértigo, porque donde no hay nada puede haber… cualquier cosa. El vacío es el éxtasis de la posibilidad. Y huimos de esa apertura tan total.

Si la meditación es la escucha de uno mismo, ¿es también confrontación?

Desde luego. La paz, que es uno de los frutos de la meditación, no es idílica, sino una paz resultante de un combate. Te has peleado contra ti mismo y llegas a la luz después de atravesar la oscuridad. Eso supone muchas cosas: la zozobra, la incapacidad de sostenerse uno mismo, todo el inconsciente que va emergiendo, todo eso que Jung llamaba la sombra, los famosos demonios interiores... Todo eso hay que mirarlo amorosamente para exorcizarlo.

Pero todo eso pasa en los sueños también.

Es que se parecen mucho. A lo que más se parece la meditación es al sueño. Son las dos fuentes por las que el inconsciente sale a la superficie. Siempre que se habla de meditación, muchos creen que es algo misterioso y difícil. Al contrario: es cotidiano y elemental, una práctica sencilla y posible que supone solo las ganas de conocerse a uno mismo y de atreverse a mirar lo que hay, sea lo que sea.

Se supone que una de las metas de la meditación es verte sin filtros. ¿Y si no te gusta lo que ves?

Bueno, es lo más normal y lo más interesante del asunto.

Claro, si te encantas a ti mismo, para qué meditar.

Claro. Los autocomplacientes son los más tontos.

Pero si te ves y no te gustas, ¿qué haces, tomas medidas?

No, porque estarías entrando ya en otra lógica diferente, pragmática. Si luego tú, en tu vida diaria, quieres tomar medidas para mejorar, pues tómalas, pero en la meditación propiamente dicha no debe uno ponerse propósitos.

A quien esté leyendo esto y piense algo así como “de qué me están hablando, a quién le importan estas cosas”, ¿qué le diría? ¿Tú te lo pierdes?

Todo esto que está saliendo aquí puede parecer una elucubración, pero es profundamente elemental. Lo espiritual es elemental. De lo que yo siempre quiero hablar es de mirar, de escuchar, de caminar, de comer, de dormir… La felicidad —o la plenitud, como decíamos antes— consiste en realizar de manera consciente todas estas actividades cotidianas. A lo mejor hay personas que no entran en el nivel reflexivo de este discurso, eso no tiene importancia. Lo mismo que no a todo el mundo le gusta todo tipo de cine o de literatura. Pero no hay que mirar tanto lo que uno dice como lo que uno es. Podemos decir muchas cosas y ser muy pocas.

Usted ha sostenido que en torno a un 80% de la labor intelectual que desarrollamos es prescindible y, peor, contraproducente.

Sí, lo creo firmemente.

¿Y qué le opone? O sea, ¿qué plantea frente al armazón intelectual?

El armazón intelectual lo que revela es miedo a la vida. Nos estamos equipando mentalmente para tener un mecanismo de defensa y no tener que abordar lo que la vida nos va presentando. Muchas veces el pensar impide el vivir. El pensamiento no es malo en sí, pero a veces, si es víctima de la ideología, desde luego que puede serlo. No es malo ser intelectual, lo malo es ser intelectualista, esto es, querer someterlo todo a la máquina de la razón. No todo entra por la vía racional, lo intuitivo y lo visceral también tienen su legitimidad.

El intelectual es el que quiere penetrar la realidad para comprenderla. El sabio es el que permite que la realidad entre en él. Es muy distinto. Uno tiene una actitud más activa y el otro más receptiva. La ciencia avanza gracias a que existe esa voluntad de entrar, así que no hay que demonizar esa actitud, solo hay que decir que no puede colonizarlo todo. Hay muchas dimensiones en el ser humano y todas tienen su legitimidad. Hay razones que la razón no puede entender, razones del corazón, del cuerpo… La sabiduría del cuerpo es una asignatura pendiente.

Y en esa oposición mente/vísceras, o pensar/mancharse, ¿cabe situar la vieja distinción entre el artista y el artesano, a menudo tan respetado uno y tan despreciado el otro?

Cualquier persona que se dedique al arte sabe que comporta una dimensión de artesanía enorme. Uno puede tener grandes ideas para escribir un libro, pero luego tiene que tener oficio para escribirlo. No todo es inspiración. A no ser que seas un genio como Mozart, donde parece que todo es inspiración, los creadores tenemos un poco de inspiración y un mucho de transpiración. El arte es un trabajo manual. Escribimos con las manos, pintamos con las manos… Escribir es un trabajo manual, no mental. Yo no tengo una idea y la escribo, sino que la escribo y me encuentro la idea.

Bueno, eso parece un enunciado de la escritura automática de los surrealistas, más que del oficio literario en general…

No solamente. Si solo escribes lo que piensas, al final tu foco de atención es la comunicación. Pero el arte no es simple comunicación, el arte es revelación. No solo cuentas algo a otros, sino que tú mismo lo descubres. Esto es lo que hace que el arte sea fascinante. Si crees que lo sabes todo, ¿para qué escribes? El peor de los vicios es la soberbia.

Hablando de la soberbia: ¿por qué el problema es siempre el otro?

Hay auténticos expertos en echar la pelota fuera y sacudirse el muerto. La actitud del sabio es la contraria: en lugar de apuntar con el dedo siempre al otro, el sabio se apunta siempre a sí mismo: ¿cómo puedo ayudar en esto? Sería mejor que las flechas nos las dirigiéramos siempre a nosotros. Así haríamos diana de vez en cuando.

Pues eso parece la antítesis de lo que sucede en la política, en la española desde luego. La culpa es del otro todo el rato.

Es normal. Cuando te apuntas a ti mismo apareces débil ante los demás. Cuando apuntas al otro, en cambio, apareces fuerte. Y la debilidad no tiene buena prensa.

Sin embargo, cuando un político dice que ha cometido errores, eso tiene eco en la gente. En el fondo, asumir errores es una buena operación de marketing político, ¿no cree?

Es que la debilidad ajena recuerda a la propia. Puede llegar a enternecernos que un político diga que ha cometido errores porque nos recuerda que también nosotros los cometemos.

¿No cree que ese perenne “la culpa es tuya” revitaliza cada día la figura del idiotes griego, de esa desafección por la cosa pública en beneficio del individualismo?

En el mundo en general crece el individualismo y se va perdiendo sensibilidad social. Lo público pierde continuamente terreno frente a lo privado. Mucha gente ha estado bien en este confinamiento porque ha estado metida en su agujero. Pero igual que está bien hacer la experiencia interior, también lo está salir a la plaza pública e intervenir. No puede ser que todo sea recibir, hay que dar. Sí, hay una exacerbación del individualismo, hasta el punto de que lo ético y lo solidario está bien empaquetado para que sea otro producto de consumo, pero no sé hasta qué punto auténticamente movilizador.

Ese auto convencimiento de “el problema es el otro” no solo lo viven los políticos. Lo vivimos todos en cierta medida. En ese sentido somos bastante hipócritas, ¿no?

No sé, yo puedo hablar solo de lo que vivo. Claro que los otros tienen sus problemas, desde luego. Pero Gandhi decía que nuestra contribución al progreso del mundo debe consistir en poner en orden nuestra propia casa. Lo que realmente me importa es qué hago yo conmigo mismo, ese es mi marco de acción, mi posibilidad de contribuir a que el mundo sea mejor.

(Entrevista a Pablo D'Ors)