04 febrero 2019

Los idiotas reciben la máxima atención


Hace menos de una década, las posibilidades de la web eran aún una promesa llena de esperanza. Su potencial comercial era un hecho, ya no era difícil ver que iba a transformar para siempre la industria periodística, y las recién nacidas redes sociales parecían capaces de lograr, de una manera bastante perfecta, un viejo sueño ilustrado: conectar a los individuos y permitirles intercambiar afectos e información, con tanta facilidad que el origen el origen de muchos de los conflictos humanos ―la incomunicación, la falta de elementos de juicio, la pervivencia de fronteras que separan y distinguen las experiencias de unos y otros― podría minimizarse.
Además, existía la ilusión de que supusiera el principio del fin de la jerarquía y la autoridad. En la llamada web 2.0, todos participábamos en igualdad de condiciones en un diálogo global. Los gobiernos no debían meterse en él, puesto que uno de los principales fines de la web era controlarlos. Se pensaba incluso ―recordemos el 15M, las primaveras árabes u Occupy Wall Street― que sería posible derrocarlos.
Jaron Lanier (1960) ha participado en el desarrollo de la realidad virtual, trabajado para Microsoft y formado parte del ecosistema de las “start-ups” y los desarrollos tecnológicos estadounidenses. Hasta que sintió que la criatura que había contribuido a crear empezaba a ser exactamente lo contrario de lo que debía: no solo no se había convertido en una especie de paraíso libertario sin intromisión estatal y en una plataforma para el diálogo desinteresado, sino que había caído presa de los intereses de las grandes empresas y adoptado algunas de sus peores expresiones. No se trataba únicamente de la la avaricia, que podía darse por descontada, sino de algo peor: una obsesión, que iba más allá del “marketing” tradicional, por alterar la conducta de los usuarios.
“¿Cómo podemos seguir siendo autónomos en un mundo en el que nos vigilan constantemente y donde nos espolean en uno u otro sentido unos algoritmos manejados por algunas de las empresas más ricas de la historia, que no tienen otra manera de ganar dinero que consiguiendo que les paguen por modificar nuestro comportamiento? Lo que en otra época podría haberse llamado ‘publicidad’ ahora debe entenderse como modificación continua de la conducta a una escala colosal”.

Sin embargo, casi todos parecemos aceptarlo por una razón simple: las redes nos han hecho adictos a la atención; lo que más deseamos es que nos hagan caso. Una vez más, esto no es nuevo, pero su escala ha adoptado proporciones peligrosas: “Sin otra cosa a la que aspirar más que a la atención de los demás, las personas normales suelen transformarse en idiotas, porque los más idiotas reciben la máxima atención. Este sesgo intrínseco favorable a la idiotez marca el funcionamiento de todas las demás partes” de las redes sociales. Cualquiera que dedique algo de su tiempo, aunque sea una pequeña parte, a las redes sociales lo ha experimentado. Quizá no sea muy distinto de otras adicciones: excita nuestro cerebro, pero sabemos que está mal.




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