28 diciembre 2025

Viajar la manera mas aceptada de joder el mundo

(Foto Klearchos Kapoutsis)

Hay un momento, justo antes de sacar el billete de avión —siempre con ese vértigo de quien siente que está a punto de cometer un acto moralmente discutible pero socialmente premiado— en el que una debería detenerse a pensar si lo que está comprando es realmente un desplazamiento o, más bien, una forma particularmente sofisticada de extractivismo emocional, una operación estética mediante la cual nos apropiamos del aura ajena del mismo modo en que las viejas potencias europeas saqueaban minerales, paisajes y vidas. Solo que al viajar el botín no se empaqueta en contenedores, sino en una colección de sensaciones que registramos en el móvil para demostrarnos, y demostrarle al mundo, que seguimos siendo personas que sienten cosas con lugares lejos del de su origen.

El turismo —esta monstruosidad contemporánea que combina la ingenuidad del explorador amateur con la codicia silenciosa del inversor inmobiliario— se ha convertido en la industria más eficaz de todas las que operan sobre la sensibilidad, porque vende emociones ya precocinadas, experiencias calibradas para que el visitante crea que está viviendo algo irrepetible cuando, en realidad, se trata de un menú degustación de identidades locales preparadas para gustar sin molestar, para parecer auténticas sin correr el riesgo de serlo. Y aquí estamos todas —yo también, tú también— convertidas en arqueólogas cutres que recorren ciudades ajenas con el ansia de quienes necesitan sentir un golpe de realidad aunque sea un golpe manufacturado. Porque lo que mueve al turista cultural moderno no es la curiosidad, ni la voluntad de comprender, ni siquiera el viejo deseo romántico de perderse en tierras extrañas, sino algo mucho más primario: la necesidad de llevarse a casa una especie de souvenir interior, una emoción que parezca intensa y que pueda exhibirse, aunque se desvanezca en cuanto la ciudad se cierre sobre sí misma y siga viviendo sin nosotros. Viajar, hoy, consiste en extraer vivencias que no nos pertenecen, en alquilar una parcela diminuta del alma de una ciudad que no pide ser entendida, solo sobrevivir.

Y, sin embargo, seguimos haciéndolo, porque la maquinaria cultural que rodea al turismo nos convence de que desplazarse es sinónimo de ilustración, de apertura, de esa espiritualidad difusa que una alcanza cuando interpreta el acto de caminar por calles ajenas como si fueran un escenario diseñado para nuestro crecimiento interior. Somos, sin quererlo, personajes secundarios convencidos de ser protagonistas, vampiros emocionales de baja intensidad que recorren barrios gentrificados buscando intensidad en geografías agotadas.

Cuando viajamos ejercemos una violencia suave —pero violencia al fin y al cabo— al convertir las ciudades en recipientes de nuestra necesidad de significarnos. No es una acusación personal, sino un diagnóstico: incluso cuando viajamos con respeto, viajamos dentro de un sistema que solo entiende el mundo como algo que debe servirnos. Y ahí empieza todo el desastre.

Lo más perverso de este proceso —y lo más invisible para quien llega con la ilusión de vivir «la ciudad real», ese eufemismo sentimental que sirve para justificar cualquier intromisión— es que las ciudades ya no existen para sí mismas sino para el visitante. No porque los habitantes lo hayan decidido, sino porque la presión inmobiliaria, la industria del ocio y la lógica global del «haz que tu ciudad sea rentable» han ido desmontando, pieza a pieza, cualquier posibilidad de que un barrio se pertenezca a sí mismo. Barcelona es el laboratorio perfecto de esta mutación: un ecosistema que, expulsado de su identidad por la acumulación de capital turístico, ha sido reconfigurado como escenario de intensidad mediterránea, un parque temático de callejones bien iluminados, cafeterías con estética de barrio que jamás fueron barrio y pisos turísticos que proliferan con la rapidez de un tumor benigno en apariencia pero devastador en su crecimiento. El visitante camina por la calle creyendo que participa de una vida nocturna genuina mientras el vecino que vivía encima ha sido expulsado por un alquiler multiplicado por tres. Y nadie ve el cadáver que hay debajo del decorado.

Madrid, más sobria en su manera de venderse, juega a un teatro todavía más cínico: el de la ciudad que se proclama capital de la libertad mientras entrega sus calles a fondos buitre que compran edificios enteros en operaciones infames con la complicidad de su gobierno , mientras permite que el dinero de narcos, evasores y fortunas opacas se lave discretamente en promociones inmobiliarias que multiplican por diez el precio de cualquier piso. Madrid ha convertido la vivienda en un casino vertical donde las reglas cambian cada año a favor del apostador más feroz, mientras los servicios públicos se vacían, se privatizan o se degradan hasta la extenuación para justificar que «no funcionan», y la hostelería usufructúa el espacio público como si fuera un acto natural de su existencia: terrazas que ocupan aceras, calles secuestradas por la estética del consumo perpetuo, ruido elevado a categoría moral. La libertad, en esta versión madrileña, es simplemente la libertad del zorro cuando se le abre la puerta del gallinero. Y el turista —que llega hipnotizado por una ciudad que dice no dormir nunca— no ve el cadáver urbano sobre el que pisa, porque la mercadotecnia ha hecho un trabajo perfecto: convertir la depauperación en ambiente, el saqueo en «vibras», la desigualdad en «autenticidad castiza».

Málaga, por acabar con otro caso particular, se ha convertido en el ejemplo más obsceno de transformación turística acelerada: una ciudad que se vendió al cuento de la «cultura accesible», del «nuevo Soho», del «hub tecnológico», y que hoy es un circuito de museos de marca, restaurantes que replican recetas globalizadas y barrios donde los precios se han vuelto impronunciables para cualquier malagueño que no haya nacido con el privilegio de una herencia. Aquí la figura del nómada digital adquiere su forma más acabada: el profesional cosmopolita que llega con su sueldo de empresa extranjera, alquila un estudio a precio de oro, exige «espacios creativos» donde antes había un ultramarinos, y contribuye a la expulsión progresiva de cualquiera que no pueda competir con su poder adquisitivo. Málaga se ha convertido en el tablero perfecto para esta nueva oleada de colonización amable: coworkings donde antes había vida de barrio, cafés que simulan autenticidad artesanal, pisos turísticos camuflados como viviendas, todo envuelto en un clima que solo parece local cuando sopla el terral. La ciudad ya es un escaparate. Cambia de piel tan deprisa que a veces da la impresión de que lo único verdaderamente suyo que queda es el terral. Todo lo demás está diseñado para resultar familiar a la mirada turística.

La mutación urbana no es un accidente ni una fatalidad del capitalismo tardío. Es un proyecto con nombres, apellidos y cuentas corrientes beneficiadas, una operación sostenida por gobiernos que legislan para que los fondos buitre babeen arrastrando los pies por la alfombra roja, por alcaldías que reducen la ciudad a un producto explotable, por normativas diseñadas para premiar al visitante y castigar al vecino. Es especulación calculada. Es una fe casi religiosa en el turismo como motor económico, aunque ese motor funcione quemando a quienes sostienen la vida real del barrio. Y es, también, la manía contemporánea del viajero que necesita desplazarse constantemente para confirmar que sigue vivo, aunque el precio de esa comprobación lo pague siempre otro. El visitante llega buscando una emoción y la ciudad aprende a fabricarla, a reproducirla en serie, a desnaturalizarse hasta parecer un holograma de sí misma con tal de mantener abierto el grifo del dinero fácil.

Por eso las urbes han sustituido su pulso por un mandato económico disfrazado de hospitalidad: que el visitante se sienta vivo, que el visitante se sienta especial, que el visitante se sienta en casa. Y como para que uno se sienta en casa otra debe marcharse, la ciudad sacrifica sin pestañear todo lo que la hacía verdaderamente suya: sus ritmos, sus precios, sus calles vividas, sus ruidos y silencios, su conflicto, su memoria. Todo queda reducido a un decorado amable al gusto del último algoritmo que dicta qué rincón debe convertirse hoy en escenario.

Incluso el viajero que se esfuerza en actuar con cuidado (si es que ese existe y no es otro personaje de Pantomima Full) acaba dentro del mismo engranaje, porque el turismo ha perfeccionado la capacidad de convertir cualquier gesto ético en parte del negocio. Las ciudades ofrecen «experiencias responsables», «rutas sostenibles», «consumo local certificado»: es la misma lógica de siempre envuelta en una pátina amable para tranquilizar conciencias. Nada cambia en el fondo, cambia el envoltorio. No es una cuestión de intenciones individuales. Es la estructura. El visitante, por bien que actúe, activa la maquinaria económica que encarece el barrio, desplaza actividades esenciales y transforma la ciudad en función de su mirada. Y la ciudad, que ha aprendido a interpretar la sensibilidad del turista bohemio, reproduce una autenticidad a medida: mercados «artesanales» sin artesanos, diversidad empaquetada para la foto, barrios convertidos en decorado pedagógico. Viajar con buenas intenciones no detiene el proceso, simplemente lo hace más rentable. El sistema absorbe incluso la delicadeza y la convierte en producto.

Y si el turismo tradicional ya convertía las ciudades en productos, el turismo guiado por algoritmos las reduce a un tablero donde cada esquina compite por aparecer en una foto. Instagram decide qué calle «tiene alma», aunque sea un tramo de acera que jamás interesó a nadie antes de que un creador de contenido lo declarara «imprescindible». TikTok transforma descampados, murales improvisados y cafés anodinos en «spots poéticos» durante quince días, tiempo suficiente para atraer una riada de visitantes que colapsan el lugar antes de que la moda gire hacia otro punto del mapa. Y Google Maps, con sus puntuaciones que parecen objetivas, certifica qué bar ofrece «auténtica cocina local», aunque la mitad del menú haya sido diseñado para agradar a la mirada turística. La ciudad ya no se adapta al visitante, se adapta al algoritmo que predice lo que el visitante querrá fotografiar dentro de dos semanas. Los barrios se reorganizan para cumplir con ese imaginario, se pintan murales para que parezcan espontáneos, se abren locales que simulan haber existido siempre, se programan experiencias que encajan en la narrativa digital del momento. Todo ocurre antes de que el viajero llegue; la autenticidad es un producto que se fabrica de antemano.

El resultado es una geografía condicionada por la foto, la visita de dos minutos, la estética del consumo rápido. Las ciudades ya no compiten en calidad de vida, sino en «viralidad potencial», en número de rincones preparados para convertirse en contenido.

Después de recorrer este paisaje de ciudades agotadas, barrios convertidos en parque temático y vidas expulsadas en nombre de la «experiencia», queda una conclusión incómoda: quizá la única manera honesta de viajar hoy sea, sencillamente, no viajar. No como renuncia monástica ni como gesto de virtud pública, sino como un acto mínimo de responsabilidad. Dejar de participar —aunque sea por un rato— en la rueda que convierte la vida ajena en un estímulo consumible. No viajar como gesto de humildad, como una forma de mirar el mapa y reconocer que no todo lugar está esperando recibirnos, que no toda ciudad quiere ser escenario, que hay sitios cuya verdadera protección consiste en nuestra ausencia. No viajar porque viajar, tal y como se fomenta, es una maquinaria que devora la vivienda, prostituye la cultura y convierte la memoria de los lugares en una postal que se renueva cada temporada. No viajar porque el planeta está cansado de servir de plató y las ciudades están cansadas de funcionar como pista de aterrizaje emocional para visitantes que confunden hospitalidad con disponibilidad ilimitada. Viajar, en este sentido, es una forma muy pulida de extractivismo sentimental.

Y ya que estamos hablando de medidas imaginarias pero necesarias, lancemos la propuesta más razonable de todas: prohibir viajar a los ricos. No por justicia poética —que también—, sino por salud urbana. Que se queden en sus paraísos fiscales, en sus chalés bunkerizados, en sus hoteles de siete estrellas, donde no pueden hacer daño más allá de su propio eco. Que no circulen, que no roten, que no exporten su poder adquisitivo devastador. Las ciudades necesitan un respiro, y nada oxigena más que la ausencia del dinero sucio.

Viajar menos no salva el mundo, pero lo jode un poco menos. Y con eso tendría que bastar.

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