28 diciembre 2025

Viajar la manera mas aceptada de joder el mundo

(Foto Klearchos Kapoutsis)

Hay un momento, justo antes de sacar el billete de avión —siempre con ese vértigo de quien siente que está a punto de cometer un acto moralmente discutible pero socialmente premiado— en el que una debería detenerse a pensar si lo que está comprando es realmente un desplazamiento o, más bien, una forma particularmente sofisticada de extractivismo emocional, una operación estética mediante la cual nos apropiamos del aura ajena del mismo modo en que las viejas potencias europeas saqueaban minerales, paisajes y vidas. Solo que al viajar el botín no se empaqueta en contenedores, sino en una colección de sensaciones que registramos en el móvil para demostrarnos, y demostrarle al mundo, que seguimos siendo personas que sienten cosas con lugares lejos del de su origen.

El turismo —esta monstruosidad contemporánea que combina la ingenuidad del explorador amateur con la codicia silenciosa del inversor inmobiliario— se ha convertido en la industria más eficaz de todas las que operan sobre la sensibilidad, porque vende emociones ya precocinadas, experiencias calibradas para que el visitante crea que está viviendo algo irrepetible cuando, en realidad, se trata de un menú degustación de identidades locales preparadas para gustar sin molestar, para parecer auténticas sin correr el riesgo de serlo. Y aquí estamos todas —yo también, tú también— convertidas en arqueólogas cutres que recorren ciudades ajenas con el ansia de quienes necesitan sentir un golpe de realidad aunque sea un golpe manufacturado. Porque lo que mueve al turista cultural moderno no es la curiosidad, ni la voluntad de comprender, ni siquiera el viejo deseo romántico de perderse en tierras extrañas, sino algo mucho más primario: la necesidad de llevarse a casa una especie de souvenir interior, una emoción que parezca intensa y que pueda exhibirse, aunque se desvanezca en cuanto la ciudad se cierre sobre sí misma y siga viviendo sin nosotros. Viajar, hoy, consiste en extraer vivencias que no nos pertenecen, en alquilar una parcela diminuta del alma de una ciudad que no pide ser entendida, solo sobrevivir.

Y, sin embargo, seguimos haciéndolo, porque la maquinaria cultural que rodea al turismo nos convence de que desplazarse es sinónimo de ilustración, de apertura, de esa espiritualidad difusa que una alcanza cuando interpreta el acto de caminar por calles ajenas como si fueran un escenario diseñado para nuestro crecimiento interior. Somos, sin quererlo, personajes secundarios convencidos de ser protagonistas, vampiros emocionales de baja intensidad que recorren barrios gentrificados buscando intensidad en geografías agotadas.

Cuando viajamos ejercemos una violencia suave —pero violencia al fin y al cabo— al convertir las ciudades en recipientes de nuestra necesidad de significarnos. No es una acusación personal, sino un diagnóstico: incluso cuando viajamos con respeto, viajamos dentro de un sistema que solo entiende el mundo como algo que debe servirnos. Y ahí empieza todo el desastre.

Lo más perverso de este proceso —y lo más invisible para quien llega con la ilusión de vivir «la ciudad real», ese eufemismo sentimental que sirve para justificar cualquier intromisión— es que las ciudades ya no existen para sí mismas sino para el visitante. No porque los habitantes lo hayan decidido, sino porque la presión inmobiliaria, la industria del ocio y la lógica global del «haz que tu ciudad sea rentable» han ido desmontando, pieza a pieza, cualquier posibilidad de que un barrio se pertenezca a sí mismo. Barcelona es el laboratorio perfecto de esta mutación: un ecosistema que, expulsado de su identidad por la acumulación de capital turístico, ha sido reconfigurado como escenario de intensidad mediterránea, un parque temático de callejones bien iluminados, cafeterías con estética de barrio que jamás fueron barrio y pisos turísticos que proliferan con la rapidez de un tumor benigno en apariencia pero devastador en su crecimiento. El visitante camina por la calle creyendo que participa de una vida nocturna genuina mientras el vecino que vivía encima ha sido expulsado por un alquiler multiplicado por tres. Y nadie ve el cadáver que hay debajo del decorado.

Madrid, más sobria en su manera de venderse, juega a un teatro todavía más cínico: el de la ciudad que se proclama capital de la libertad mientras entrega sus calles a fondos buitre que compran edificios enteros en operaciones infames con la complicidad de su gobierno , mientras permite que el dinero de narcos, evasores y fortunas opacas se lave discretamente en promociones inmobiliarias que multiplican por diez el precio de cualquier piso. Madrid ha convertido la vivienda en un casino vertical donde las reglas cambian cada año a favor del apostador más feroz, mientras los servicios públicos se vacían, se privatizan o se degradan hasta la extenuación para justificar que «no funcionan», y la hostelería usufructúa el espacio público como si fuera un acto natural de su existencia: terrazas que ocupan aceras, calles secuestradas por la estética del consumo perpetuo, ruido elevado a categoría moral. La libertad, en esta versión madrileña, es simplemente la libertad del zorro cuando se le abre la puerta del gallinero. Y el turista —que llega hipnotizado por una ciudad que dice no dormir nunca— no ve el cadáver urbano sobre el que pisa, porque la mercadotecnia ha hecho un trabajo perfecto: convertir la depauperación en ambiente, el saqueo en «vibras», la desigualdad en «autenticidad castiza».

Málaga, por acabar con otro caso particular, se ha convertido en el ejemplo más obsceno de transformación turística acelerada: una ciudad que se vendió al cuento de la «cultura accesible», del «nuevo Soho», del «hub tecnológico», y que hoy es un circuito de museos de marca, restaurantes que replican recetas globalizadas y barrios donde los precios se han vuelto impronunciables para cualquier malagueño que no haya nacido con el privilegio de una herencia. Aquí la figura del nómada digital adquiere su forma más acabada: el profesional cosmopolita que llega con su sueldo de empresa extranjera, alquila un estudio a precio de oro, exige «espacios creativos» donde antes había un ultramarinos, y contribuye a la expulsión progresiva de cualquiera que no pueda competir con su poder adquisitivo. Málaga se ha convertido en el tablero perfecto para esta nueva oleada de colonización amable: coworkings donde antes había vida de barrio, cafés que simulan autenticidad artesanal, pisos turísticos camuflados como viviendas, todo envuelto en un clima que solo parece local cuando sopla el terral. La ciudad ya es un escaparate. Cambia de piel tan deprisa que a veces da la impresión de que lo único verdaderamente suyo que queda es el terral. Todo lo demás está diseñado para resultar familiar a la mirada turística.

La mutación urbana no es un accidente ni una fatalidad del capitalismo tardío. Es un proyecto con nombres, apellidos y cuentas corrientes beneficiadas, una operación sostenida por gobiernos que legislan para que los fondos buitre babeen arrastrando los pies por la alfombra roja, por alcaldías que reducen la ciudad a un producto explotable, por normativas diseñadas para premiar al visitante y castigar al vecino. Es especulación calculada. Es una fe casi religiosa en el turismo como motor económico, aunque ese motor funcione quemando a quienes sostienen la vida real del barrio. Y es, también, la manía contemporánea del viajero que necesita desplazarse constantemente para confirmar que sigue vivo, aunque el precio de esa comprobación lo pague siempre otro. El visitante llega buscando una emoción y la ciudad aprende a fabricarla, a reproducirla en serie, a desnaturalizarse hasta parecer un holograma de sí misma con tal de mantener abierto el grifo del dinero fácil.

Por eso las urbes han sustituido su pulso por un mandato económico disfrazado de hospitalidad: que el visitante se sienta vivo, que el visitante se sienta especial, que el visitante se sienta en casa. Y como para que uno se sienta en casa otra debe marcharse, la ciudad sacrifica sin pestañear todo lo que la hacía verdaderamente suya: sus ritmos, sus precios, sus calles vividas, sus ruidos y silencios, su conflicto, su memoria. Todo queda reducido a un decorado amable al gusto del último algoritmo que dicta qué rincón debe convertirse hoy en escenario.

Incluso el viajero que se esfuerza en actuar con cuidado (si es que ese existe y no es otro personaje de Pantomima Full) acaba dentro del mismo engranaje, porque el turismo ha perfeccionado la capacidad de convertir cualquier gesto ético en parte del negocio. Las ciudades ofrecen «experiencias responsables», «rutas sostenibles», «consumo local certificado»: es la misma lógica de siempre envuelta en una pátina amable para tranquilizar conciencias. Nada cambia en el fondo, cambia el envoltorio. No es una cuestión de intenciones individuales. Es la estructura. El visitante, por bien que actúe, activa la maquinaria económica que encarece el barrio, desplaza actividades esenciales y transforma la ciudad en función de su mirada. Y la ciudad, que ha aprendido a interpretar la sensibilidad del turista bohemio, reproduce una autenticidad a medida: mercados «artesanales» sin artesanos, diversidad empaquetada para la foto, barrios convertidos en decorado pedagógico. Viajar con buenas intenciones no detiene el proceso, simplemente lo hace más rentable. El sistema absorbe incluso la delicadeza y la convierte en producto.

Y si el turismo tradicional ya convertía las ciudades en productos, el turismo guiado por algoritmos las reduce a un tablero donde cada esquina compite por aparecer en una foto. Instagram decide qué calle «tiene alma», aunque sea un tramo de acera que jamás interesó a nadie antes de que un creador de contenido lo declarara «imprescindible». TikTok transforma descampados, murales improvisados y cafés anodinos en «spots poéticos» durante quince días, tiempo suficiente para atraer una riada de visitantes que colapsan el lugar antes de que la moda gire hacia otro punto del mapa. Y Google Maps, con sus puntuaciones que parecen objetivas, certifica qué bar ofrece «auténtica cocina local», aunque la mitad del menú haya sido diseñado para agradar a la mirada turística. La ciudad ya no se adapta al visitante, se adapta al algoritmo que predice lo que el visitante querrá fotografiar dentro de dos semanas. Los barrios se reorganizan para cumplir con ese imaginario, se pintan murales para que parezcan espontáneos, se abren locales que simulan haber existido siempre, se programan experiencias que encajan en la narrativa digital del momento. Todo ocurre antes de que el viajero llegue; la autenticidad es un producto que se fabrica de antemano.

El resultado es una geografía condicionada por la foto, la visita de dos minutos, la estética del consumo rápido. Las ciudades ya no compiten en calidad de vida, sino en «viralidad potencial», en número de rincones preparados para convertirse en contenido.

Después de recorrer este paisaje de ciudades agotadas, barrios convertidos en parque temático y vidas expulsadas en nombre de la «experiencia», queda una conclusión incómoda: quizá la única manera honesta de viajar hoy sea, sencillamente, no viajar. No como renuncia monástica ni como gesto de virtud pública, sino como un acto mínimo de responsabilidad. Dejar de participar —aunque sea por un rato— en la rueda que convierte la vida ajena en un estímulo consumible. No viajar como gesto de humildad, como una forma de mirar el mapa y reconocer que no todo lugar está esperando recibirnos, que no toda ciudad quiere ser escenario, que hay sitios cuya verdadera protección consiste en nuestra ausencia. No viajar porque viajar, tal y como se fomenta, es una maquinaria que devora la vivienda, prostituye la cultura y convierte la memoria de los lugares en una postal que se renueva cada temporada. No viajar porque el planeta está cansado de servir de plató y las ciudades están cansadas de funcionar como pista de aterrizaje emocional para visitantes que confunden hospitalidad con disponibilidad ilimitada. Viajar, en este sentido, es una forma muy pulida de extractivismo sentimental.

Y ya que estamos hablando de medidas imaginarias pero necesarias, lancemos la propuesta más razonable de todas: prohibir viajar a los ricos. No por justicia poética —que también—, sino por salud urbana. Que se queden en sus paraísos fiscales, en sus chalés bunkerizados, en sus hoteles de siete estrellas, donde no pueden hacer daño más allá de su propio eco. Que no circulen, que no roten, que no exporten su poder adquisitivo devastador. Las ciudades necesitan un respiro, y nada oxigena más que la ausencia del dinero sucio.

Viajar menos no salva el mundo, pero lo jode un poco menos. Y con eso tendría que bastar.

27 diciembre 2025

Un fascista es alguien que está seguro de ser el bueno de la película.


(Timothy Morton)

P: Usted analizó un concepto interesante, los hiperobjetos. ¿Puede explicar qué son?

R: Un hiperobjeto es algo tan físicamente enorme y duradero que solo podemos experimentarlo en diminutas porciones. Puedes pensar sobre ello, incluso llegar a entenderlo, pero si intentas medirlo o calibrarlo solo lo logras con porciones casi insignificantes. Un hiperobjeto agradable es la biosfera de la que nacimos. Otro distinto es la interacción humana con la inteligencia artificial o el calentamiento global. Necesitas una capacidad masiva de procesamiento para mapear todas sus secuelas en tiempo real.

P: Vd. afirma que el infierno en la Tierra es real. Culpa al petróleo, al cristianismo evangélico y a la supremacía blanca.

R. Un fascista es alguien que está seguro de ser el bueno de la película. Pero ser una buena persona implica estar un poco preocupado por si en realidad resulta que eres el malo. Al hablar de fascismo me refiero a lo que considero que hoy es la norma. No es algo nuevo, lleva miles de años en marcha. Antes eran los tiranos, los faraones. Hoy no son la excepción, sino la norma. Y lo son por el tipo de estructuras sociales de las que nos hemos dotado, que se basan en jerarquías de dominación. 

P. ¿Cómo es el infierno que describe?

R. Las religiones del mundo han imaginado lo que llaman la vida después de la muerte. El infierno sería como una especie de campo de concentración eterno. Y sería un lugar solo para personas malas. Y el cielo sería el equivalente para las personas buenas. Y toda esta idea proporcionó el modelo para Estados Unidos, donde vivo, por poner un ejemplo. A todos los efectos, es un gigantesco campo de concentración o una plantación que genera valor esclavizando a otros seres humanos, y utilizando a seres no humanos de manera totalmente gratuita. Quienes ejercen este poder son, en su mayoría, personas anglosajonas blancas. Personas como yo que para tener su propio paraíso crearon el infierno para el resto. Y ahora todos estamos atrapados en él. Vivimos en una sociedad de amos y siervos que es también un hiperobjeto.

P. ¿Hay escapatoria?

R. Lo primero es poder verlo. Darnos cuenta de que formamos parte de este infierno. Y la única salida es crear un paraíso. Y para ello te tienes que juntar con otros seres que también quieran mejorar el planeta. Te puedes juntar con dos, con cinco, con seis millones, da igual la cifra. Tenemos que salir de esta lógica de campo de concentración global.

P. En Ecologia oscura rechaza la idea de la naturaleza prístina.

R. La mera idea de una naturaleza virgen es un sueño violento, la fantasía de un pederasta. La forma de hablar romántica de la naturaleza es violencia. Si quieres un mundo que esté más allá de la violación, no puedes pensar en términos de perfección. Parte de lo que hago es explicar que ser ecologista implica desmantelar el racismo, la misoginia, la homofobia, la transfobia. Para proteger el Amazonas primero tienes que destruir el racismo que habita en ti.

P. ¿Cómo ha cambiado la conciencia ecológica?

R. Cuando era un niño, a finales de los años setenta, la ecología sonaba como algo utópico, como un viaje de LSD. Hoy en día es como si todos fuéramos obligados a tomar LSD y tuviéramos un mal viaje. Hemos pasado de un buen viaje a un viaje horrible. Y esto empezó a pasar hace unos 15 años.

P. Hace un mes se cerraba la última cumbre del clima sin ser capaz de recoger el daño que hacen los combustibles fósiles.

R. Es como si el coyote cayera por un precipicio, pero no se diera cuenta de que está en plena caída. Hablan, y hablan, y hablan cuando lo único que hay que hacer hoy es destruir el fascismo. Es el enemigo público número uno. Y tenemos que reimaginar el espacio social para crear un mundo mejor para todos.

22 diciembre 2025

Aniversario

 

En ese tiempo en que se celebraba mi cumpleaños,
yo era feliz y nadie se había muerto.
En la antigua casa, hasta eso de los cumpleaños era una tradición de siglos,
y la alegría de todos, y la mía, era tan verdadera como cualquier religión.
En ese tiempo en que se celebraba mi cumpleaños,
yo tenía esa gran salud que es no entender nada de nada,
ser inteligente en familia
y no abrigar las esperanzas que los otros depositaban en mí.
Cuando llegué a tener esperanzas, ya no sabía tener esperanzas.
Cuando llegué a mirar la vida, había perdido el sentido de la vida.
Sí, el que fui supuestamente para mí mismo,
el que fui por corazón y parentesco,
el que fui en esas veladas de ciudad pequeña,
el que fui por ser amado y ser un niño,
el que fui, ¡ay Dios mío!; El que tan sólo ahora sé que fui…
¡Qué distancia ahora!…
(Ni un eco ya…)
Ese tiempo en que se celebraba mi cumpleaños.
El que soy hoy es como humedad al final del pasillo de la casa,
germinando en las paredes…
El que soy hoy (y la casa de los que me amaron tiembla a través de mis lágrimas),
el que soy hoy es que hayan vendido la casa,
que todos ya estén muertos,
Sobrevivirme a mí mismo como un fósforo apagado…
En ese tiempo en que se celebraba mi cumpleaños…
¡Qué amor el mío, como por una persona, por ese tiempo!
Deseo físico del alma de encontrarse allí otra vez,
por un viaje metafísico y carnal,
con una dualidad de yo para mí…
¡Comer ese pasado como un pan para hambre, sin tiempo para retener mantequilla en los dientes!
Lo veo todo con tal nitidez que me ciega para lo que hay aquí…
La mesa puesta con más sillas, con la valija de los mejores dibujos, con más vasos,
el aparador con más cosas –mermeladas, frutas, y lo demás, protegido, en la parte alta–,
las tías viejas, los primos diferentes, y todo era para mí, en ese tiempo en que se celebraba el día de mi cumpleaños…
¡Para, corazón!
¡No pienses! ¡Deja los pensamientos en la cabeza!
¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Hoy ya no cumplo años.
Duro.
Se me añaden días.
Seré viejo cuando lo esté.
Nada más.
¡Qué rabia no haberme traído el pasado robado en un bolsillo!
¡Ese tiempo en que se celebraba el día de mi cumpleaños! …

(Fernando Pessoa)

23 noviembre 2025

Gloria Fuertes y la soledad

       

(Gloria Fuertes)

Estoy soltera,
no soy soltera.

Al atardecer, me chilla la soledad
y es el ruido más soportable
de todos los que existen.

Me estoy quedando sorda.
Me quedé soltera
y en vez de yesar santos
o desvestir santas
me visto a deshora.

Vivo en un intranquilo paraíso,
mis amigas casadas
viven en un tranquilo infierno,
afortunadamente me quedé soltera por circunstancias
luego por vocación.

Tuve aventuras ocasionales.
Cesó la lucha cuerpo a cuerpo con la soledad
si ahora me veis cuerpo a cuerpo con ella
es unidas en un abrazo
no pasional sino confortable.

(Gloria Fuertes: Es dificil ser feliz una tarde)

22 noviembre 2025

Los dias excepcionales y el coraje de saber perderlos decorosamente tras haberlos vivido

(Leila Guerriero)
Tengo un amigo que dice frases extraordinarias sin intención de que sean extraordinarias. Las va soltando acá y allá, involuntariamente, como pinceladas virtuosas. En plena pandemia, y después de mucho tiempo sin poder hacerlo, fue hasta el microcentro de Buenos Aires y me hizo un reporte de ese sitio que entonces nos resultaba tan lejano como Manila: “Están las cosas, pero hay algo que no está. Es como si se estuviera haciendo el ensayo de una obra, pero todavía no es el estreno y no se sabe cuándo va a ser”.

 Hace poco, después de una seguidilla de días preciosos, me dijo: “Necesito que llueva. Los días lindos son tan exigentes”. No hay palabra más exacta: exigentes. Esos días parecen recordarnos que es imposible que se repitan translúcidos, coralinos, uno tras otro y al infinito. Parecen recordarnos que en algún momento vendrán un frente frío, un frente cálido, lluvias, vientos del Norte o del Sur. Quizás es que en la belleza extrema anida el recordatorio de la corrupción. Cuando los días son así, lisos, exuberantes, surge la necesidad, la exigencia de “aprovecharlos”. 

De salir al día como si fuera un palacio abierto sólo en momentos excepcionales, como esos edificios magníficos que se abren una vez cada cuatro años y exhiben sus maravillas durante algunas horas para cerrarse otra vez y permanecer ausentes cuatro años más. Hay unos versos de Mary Oliver que dicen: “No me quiero perder un solo hilo / del suntuoso brocado de esta felicidad. / Quiero acordarme de todo". Pero nadie puede acordarse de todo. 

Habitar lo excepcional requiere de resignación: hay que entender que eso sólo permanecerá vivo en la memoria hasta el próximo encuentro, que no está garantizado. Supongo que es, en parte, lo que nos hace ir hacia adelante: la ilusión de encontrar otro día excepcional en el futuro y tener el coraje de saber perderlo decorosamente después de haberlo vivido.

02 noviembre 2025

Dahlia de la Cerda.La narracion de una herida abierta

(Dahlia de la Cerda)

¿El feminismo ya fue?
Pensar que la única opresión, o la más importante, es la discriminación por tener panocha entre las piernas, es de mujeres blancas, de clase media o alta. Las demás no solo enfrentamos sexismo. Cuando te topas con un feminismo abolicionista, racista, islamofóbico, transfóbico, que solo entiende la opresión a través del sexo-género, a veces sí hay que decir: ya fue. No porque no nos violenten, sino porque ese feminismo ya no alcanza.

¿Cómo le haces para que tus libros hablen como la gente?
Yo hablo así. No me interesa mimetizarme con lo hegemónico, sino visibilizar la belleza del habla cotidiana. Porque no es lo mismo decir “mi mamá era muy trabajadora” que decir “mi jefa era bien camello”. Eso es poesía. Si fuera una escritora blanca de clase media haciendo turismo en el barrio, trayendo el slang como souvenir para la literatura, nadie se escandalizaría. Pero que alguien del barrio use el lenguaje del barrio para narrarse a sí misma, eso sí les arde.

¿Qué es ser antisistema?
Para mucha gente ser antisistema es no venderse a las transnacionales, ser autogestiva, publicar solo con editoriales independientes, vivir en comunidad, comer orgánico, esas cosas. Pero, para mí, ser antisistema es otra cosa. No es un discurso. Es una herida abierta que decidí narrar. Es ser lo que nunca se esperó que fuéramos. Y estar donde se supone que no deberíamos estar. Y hacerlo bien. Y hacerlo con rabia, con técnica, con amor. Con calle. Y con memoria.

¿Te importa tu reputación?
Es cierto lo que decía Virginie Despentes: el miedo a perder la reputación es un lujo burgués. Yo vengo de no tener reputación. Pero ahora que la tengo, claro que me lo pienso. Porque no solo me afecta a mí. Yo he visto cómo mi reconocimiento también le ha dado paz y dignidad a mi esposo. Así que sí, estoy aprendiendo a controlarme. Pero es difícil. La misma gente que me critica por ser chola me sale con: “Ay, mucha calle y cero PDF [sin estudios reglados]”. Pues no. Tengo PDF y tengo calle. Y en los dos me la pelas. Y eso, Gaby, es justo lo que más les duele.

(Dahlia de la Cerda)


01 noviembre 2025

El intento de borrar el concepto de clase social

(Didier Eribon)
No son solo los votantes del Partido Comunista quienes se pasan a la extrema derecha, sino los votantes de la clase trabajadora en el sentido más amplio del término. Es un movimiento muy significativo de izquierda a derecha y a la extrema derecha. Lo que cuento en Regreso a Reims es que mis padres, toda mi familia en realidad, todos de clase trabajadora, siempre habían votado por el Partido Comunista, y de repente habían empezado a votar por la extrema derecha. En el libro me pregunto: “¿Qué ha pasado?” Y la explicación que hallé fue que la desaparición del Partido Comunista, que se debió a razones históricas, dejó sin representación a su clase social. Y quien debía tomar el relevo como ideología de referencia, la izquierda institucional tradicional y los partidos socialdemócratas, los descuidaron por completo.

En Francia, en Reino Unido, en Alemania, en Italia, incluso en España y en muchos países más se olvidaron de las clases populares y en especial de la clase trabajadora porque la socialdemocracia se ha convertido a la agenda neoliberal. Y esta conversión ha sido radical y absoluta: intentaron borrar el concepto mismo de clase social de su diccionario. Para los partidos socialdemócratas, ya no existía la clase, simplemente había individuos responsables de sus propias vidas.

¿Es la individualización de lo colectivo la mayor arma del ultraliberalismo?
Sin duda es un arma importante, porque lo cierto es que la idea de la responsabilidad individual, obviamente, es una forma de rechazar los movimientos sociales, las movilizaciones, las reivindicaciones de las clases trabajadoras. Y, claro, dichas clases dejan así de sentirse representadas por la izquierda, no encuentran quien atienda sus reclamaciones. Entonces hacen lo que cabría esperar, ya que la izquierda deja de representarles: optan por votar por otro partido que se proclama el verdadero representante de la clase trabajadora y que dice que les defiende de la casta elitista intelectual y explotadora.

¿El de la extrema derecha es un discurso que funciona porque tiene una agenda social o porque es antisistema?
Obviamente, porque es antisistema, porque va contra las élites que han dejado tiradas a las clases populares y contra, en teoría, los más ricos y sus muchos privilegios, esto funciona. Pero, claro, es un discurso falso, con una supuesta agenda social que nunca termina de convertirse en leyes porque en cuanto le toca votar, AN siempre lo hace con la derecha liberal y en contra de las medidas que implican subir los impuestos, que son las que favorecen a los trabajadores.

Entonces, ¿cómo consigue el lepenismo conectar con el sentir obrero?
Porque sustituye en su discurso el “soy obrero” por el “soy francés”. Cuando era niño, en mi familia todos decían: “Nosotros los trabajadores o nosotros la clase trabajadora”. Y luego, 20 o 30 años después, la misma gente empezó a decir: “Nosotros, los franceses”. Sin duda hay un cambio en el sentimiento de pertenencia, pero siempre desde la perspectiva de ser trabajadores que han sido olvidados por las élites que dirigen el país. De esta forma, los votantes de extrema derecha siempre dicen “nosotros los trabajadores”, “nosotros los precarios”, etc., pero esta sensación de agravio está asociada ahora con la percepción de uno mismo como francés, una víctima de la inmigración masiva.

Y se cambia como enemigo al capitalismo por la inmigración...
No exactamente. El enemigo exterior siempre es el capitalismo. Es el capitalismo el que trae a los inmigrantes y quien les da dinero para que se queden y trabajen más barato que los franceses. Y luego, como resultado, no queda dinero para los franceses. Este es un poco el razonamiento.

¿Ve una correlación entre ese desmantelamiento de servicios y el trasvase a Agrupación Nacional?
Hay estudios que muestran que uno de los principales factores que explican el voto a la extrema derecha en Europa es la desaparición de los servicios públicos. Cuando vives en un pueblo pequeño y la escuela primaria ha cerrado, la oficina de correos ha cerrado, la estación de tren ha cerrado, el servicio de salud ha cerrado y para ver a un médico tienes que coger el coche y conducir 100 o 150 kilómetros, te sientes ignorado, relegado, despreciado, y tu reacción es votar a la extrema derecha como protesta.

(Didier Eribon)