12 octubre 2022

Santiago Lorenzo y el mundo de los "mochufos"

(Santiago Lorenzo)

"Él atesoraba con avaricia los días de clausura. Miraba hacia atrás los que llevaba cumplidos y siempre le parecían pocos. Miraba hacia adelante los que le quedaban y nunca le parecían muchos. Estos días eran todos los restantes hasta que se muriera."

"Ya se dijo que este reconocía apenas la música de lo ecológico. No era un jambo que se iba al agro henchido de naturismo a practicar la autosuficiencia y la artesanía de formón, nudo o torno. No encarnaba al hombre que marchó al campo con el plan de volver luego a la urbe a reclutar conciencias para las huestes de lo primigenio. Al contrario, su idea era no volver a reclutar a nadie para nada. Su proyección era quedarse solo, pero solo. Revestía importancia relativa, muy escasa, si lo que bebía o respiraba era biológicamente puro o cibernéticamente artificioso. .. Pero, ante todo, un limbo vacío, hueco de personal, repleto de ausencia, profuso de ningunos."

LOS MOCHUFOS:
"Sentían un patente horror al silencio. No sabían estar sin hacer ruido, como si necesitaran la constante confirmación de que estaban presentes allí y en ese momento. Si el miedo al silencio es de gente acobardada ante sí misma, estos vivían en el pasaje del terror.

Todo el tiempo les sonaba el móvil, que contestaban a gritos. Contaban siempre a través del teléfono lo bien que estaban en la soledad del campo, gran paradoja si los fines de semana se los pasaban hablando con el exterior.

Todos hacían las mismas gracias todas las semanas, pero con cara de creerse que las inventaban nuevas y a estrenar. Las mismas, a repertorio fijo. Pero notándose anticipados, especiales, inéditos, originales, únicos: las cinco vocales iniciales para su novedad vieja. Y semana tras semana desfilaban los chistes sobre cómo vagueaban, los chistes sobre cómo se despatarraban, los chistes sobre el bajo estado de forma del otro, los chistes sobre lo pillos que eran porque se bebían una cerveza, los chistes sobre cómo se iban a poner a chuletas, los chistes picaritos y bienintencionados sobre celos cuando venían en parejas, los chistes diciendo «patata» al hacerse la foto de recuerdo.

La seriación de fotocopia persistía cuando abandonaban las regiones del humor y se lanzaban por las de la poesía. Se reiteraban entre ellos y a sí mismos cuando se veían en composición de estampas emotivas. Todos bebían una botella de vino al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de alta trascendencia gastronómica. Todos tertuliaban arrobados al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de vibrante estética filosófica. Todos enseñaban un efecto de la naturaleza a sus hijos al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de paternal pedagogía sobre la vida agreste y verdadera. Todos se besaban al atardecer, convencidos de ser los primeros en pintar un cuadro de evocador erotismo campestre. Durante estos ratos de pintar cuadros se callaban un poco.
En sus escenas, cómicas o líricas, los varones agravaban la voz y las hembras la agudizaban, que los papeles los tenían bien repartidos.

Llamaban «cariño» a todo el mundo, marca de quien ofrece un afecto devaluado por exceso de oferta verbal. Hablaban muy adscritos a fórmulas predeterminadas. «Recargar las pilas», «planes con niños», «escapada», tufihuelas así. Decían «divina de la muerte», «momentazo», paquetillos verbales a base de fraseo prestado, botes de caca semántica consensuada que se recambia década a década, pero constituyendo siempre la señal oral del lerdo. «Cómo ser madre y no morir en el intento», qué risa. La de «Los hijos vienen sin manual de instrucciones» siempre provocaba gran alborozo, así se repitiera a cada minuto. Chorrudeces a palangana llena. «Aquí estoy, al sol, como los lagartos».

Decían todo el tiempo «disfrutar». Es la palabra que a la altura del siglo, según Manuel, usaban todos los sinvergüenzas que querían vender algo cuando ese algo era una puta mierda. Es también vocablo propio de los que tienen ansias de follar y no las echan para afuera. Término de obscenidad latente, soltarlo u oírlo da un respiro, porque sugiere una promesa de íntimos orgasmines a los de las ganas cautivas.

Se habían dejado abducir por los comentaristas de la tele, que todo lo arreglan con la «hoja de ruta», las «espadas en alto», la «línea roja» y con que si «yo no tengo una bola de cristal», peditos reproducidos a millares con los que un tertuliano se echa al coleto un buen pasar en debates de cualquier horario. Salía mucho «calidad de vida», la formulación con la que los desmigados se intentan convencer de que están contentos.

A los adultos se les notaba que si tenían tantos hijos era porque tampoco se les ocurría otra distracción para hacer vida. Parecían convencidos, por otro lado, de que un crío solo vivía su infancia plenamente en la medida en que la activaba en cuanto a memo.

Los críos eran constantemente hiperfelicitados por cualquier parida, con un «¡Bieeeen!» que se oía a todas horas: porque el crío había encestado una canica en la piscina hinchable o porque había pedaleado cinco metros sin que le volcara la bici de cuatro ruedas. Quizá era por tanta anuencia y por tanto premio gratis que no sabían hacer nada. Todo había que dárselo hecho. Llegarían a adultos sin conocer la compleja receta del bocadillo de chorizo.

Metían ruido todo el tiempo, por paterna transferencia. Los padres, que jamás los recondujeron hacia formas evolucionadas de desarrollo, parecían agradecerlo. O porque les quitaban de encima ese silencio que parecía asustarles. O acaso porque con los chillidos y los golpes chequeaban que los descendientes no se les habían muerto."

(Extraído del libro de Santiago Lorenzo: Los asquerosos)

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