En el centro de salud, en el mostrador donde te dan la citas, trabaja
una señora antipatiquísima, de color verde, baja, delgada, pero casi
gorda. Me cae de maravilla. Viste como Margaret Thatcher, se peina como
Margaret Thatcher, y tiene las mismas pulgas que Margaret Thatcher. No
puede decirse que no sea en algún sentido Margaret Thatcher. Nunca da
los buenos días, ni sonríe, ni te dice adiós. No le echaría una cuerda
si se estuviese ahogando. Definitivamente, se parece muchísimo a
Margaret Thatcher, de quien recuerdo que Christopher Hitchens decía que
era una mujer bastante sexy. La señora del centro de salud también es
sorprendentemente sexy, pese a su color, su estatura, su peso y a que no
tiene un pelo bonito, ni unas facciones sutiles, ni unos gestos
magnéticos. Pero es sexy, al menos en el sentido irreal que lo era
Thatcher.
Pese a ser una persona muy maleducada, a mí me resulta
terriblemente simpática. Simpática a más no poder. Y todo porque le pone
nombres a sus bolígrafos. Esa clase de ridiculez me fascina. Me parece
algo tan estúpido, que me gusta. No lo puedo evitar. Admiro a las
personas que bautizan los objetos, hasta los más insignificantes, como
unas tijeras o una linterna. Hace pocos supe que Thomas Edward Lawrence
(Lawrence de Arabia) tuvo siete motocicletas, y a todas ellas las llamó
George, en honor a su amigo George Bernard Shaw. Con George VII sufrió
un accidente y se mató. Final más bonito no se puede planear. Pero más
innovador que T.E. Lawrence fue David Herbert Richards Lawrence, el
autor de ‘El amante de Lady Chatterley’, novela que consagra momentos
irrepetibles, como cuando el autor bautiza los genitales de Constance y
Mellors como lady Jane y John Thomas.
Cuando voy a pedir cita, alguna mañana escucho cómo Margaret Thatcher
—vamos a llamarla así— le dice a su compañera: "Pásame a Tobías".
"Quién es Tobías?", le pregunta la chica de color beige, alta, gorda,
aunque casi delgada, que se sienta a su lado. "El boli rojo", le aclara
la señora antipatiquísima, con ese tono cansado que se te pone cuando
repites un millón de veces que Tobías es el puto boli rojo.
La gente desagradable, sin empatía con los demás, hacia los que experimenta un desprecio que no sabe disimular, me produce una enorme atracción y curiosidad, intensificada por el hecho de que a menudo trabaja en departamentos de atención al público, al que odia. Habitualmente son individuos de pocas palabras. Miran de soslayo, usan los silencios —cortos, medios, eternos— con gran propiedad, que solo quiebran con suspiros profundos. Muy profundos y oscuros. Evocan ciertas formas rotundas de la técnica, como un martillo o la bomba de Orsini. Ostentan un repertorio amplio de gestos. Si tienen que decir "sí", se limitan a asentir con la cabeza, como si negasen, en realidad. En cambio, si tienen que decir "no", prefieren decir "imposible", para abreviar. Tal vez tengan facilidad de palabra, pero nunca hacen uso de ella, por seguridad. Su punto fuerte es la mímica. No hay que meter una frase, según su filosofía, donde cabe un gesto.
Nunca ha visto a alguien que farfulle de modo tan atroz y poético como Margaret. "Pff", "buurrr", "ufff", "grr". En el fondo, hace haikus. Ella da por hecho que entiendes su idioma, con el que te dice, siguiendo el hastío de Marlene Dietrich, que "si pudieras marcharte ahora y volver hace diez años...". No sé por qué, pero a mí eso me encanta. Me hace reír. Me casaría con ella. Nunca me haría caso, y yo no tendría que devolvérselo. Es como el protagonista de ‘Chicago, año 30’, donde el abogado Thomas Farrell pone sus servicios a disposición de Rico Angelo, el gánster más poderoso de la ciudad. En un momento dado, el letrado le espeta a su cliente: "Me ocupo de tus negocios, Angelo. Incluso defiendo a tus hombres, pero me niego a comer contigo".
La gente desagradable, sin empatía con los demás, hacia los que experimenta un desprecio que no sabe disimular, me produce una enorme atracción y curiosidad, intensificada por el hecho de que a menudo trabaja en departamentos de atención al público, al que odia. Habitualmente son individuos de pocas palabras. Miran de soslayo, usan los silencios —cortos, medios, eternos— con gran propiedad, que solo quiebran con suspiros profundos. Muy profundos y oscuros. Evocan ciertas formas rotundas de la técnica, como un martillo o la bomba de Orsini. Ostentan un repertorio amplio de gestos. Si tienen que decir "sí", se limitan a asentir con la cabeza, como si negasen, en realidad. En cambio, si tienen que decir "no", prefieren decir "imposible", para abreviar. Tal vez tengan facilidad de palabra, pero nunca hacen uso de ella, por seguridad. Su punto fuerte es la mímica. No hay que meter una frase, según su filosofía, donde cabe un gesto.
Nunca ha visto a alguien que farfulle de modo tan atroz y poético como Margaret. "Pff", "buurrr", "ufff", "grr". En el fondo, hace haikus. Ella da por hecho que entiendes su idioma, con el que te dice, siguiendo el hastío de Marlene Dietrich, que "si pudieras marcharte ahora y volver hace diez años...". No sé por qué, pero a mí eso me encanta. Me hace reír. Me casaría con ella. Nunca me haría caso, y yo no tendría que devolvérselo. Es como el protagonista de ‘Chicago, año 30’, donde el abogado Thomas Farrell pone sus servicios a disposición de Rico Angelo, el gánster más poderoso de la ciudad. En un momento dado, el letrado le espeta a su cliente: "Me ocupo de tus negocios, Angelo. Incluso defiendo a tus hombres, pero me niego a comer contigo".
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